ué mal día pasé ayer, diario, y todo por culpa de mis ansias de comer. Sí, ya sabes que a los perros lo que verdaderamente nos pierde es la comida, y basta con que olisqueemos algo que podamos llevarnos al estómago para que, evidentemente, nos lo comamos. Y ayer me comí una caja de polvoronoes. Como ves, ya me he aprendido el nombrecito de marras: polvorones. Y seguro que ya no lo olvido…
El caso es que mis dueños dejaron una bolsa extraña en el garaje, seguramente se les olvidaría cuando regresaron de comprar. Y el caso es que olía a comida, aunque con unos olores intensos y poco habituales. Anís, coco, chocolate… y otros que soy incapaz de identificar pero que, evidentemente, atraían mi hocico, junto con el resto del cuerpo. Por lo que mis instintos se apoderaron de mí y acabé metiendo la cabeza en aquella bolsa, desparramándolo todo por el suelo, localizando la caja de los deseos hechos polvorones y, como no podía ser de otra manera, merendándome aquellos dulces de uno en uno y con un sólo bocado. Con el plástico y todo, que no soy tan exquisita como los humanos.
Me acabó doliendo el estómago, claro. Y al día siguiente, en lugar de desahogarme como acostumbro, eché unas pelotas con más colores que un árbol de Navidad, llamando inmediatamente la atención de mis dueños. Y también la compasión, aunque primero vino el castigo: no volver a tomar más polvorones. Aunque qué quieres que te diga… creo que eso es un premio. ¡Que no me dejen comer más ese cemento dulce!