or fin han pasado todos los ajetreos, diario, la casa ha vuelto completamente a la normalidad. Los habituales paseos matutinos a la hora de siempre, mis dueños, Orión y yo como únicos inquilinos de nuestra casa, los adornos volvieron a la misma caja en la que estaban guardados, procediendo a ocupar su polvoriento hueco en el desván, Rodolfo y yo nos vemos todas las tardes, igual que antes de las Navidades… Aunque eso sí: se han acabado las interminables horas a la mesa desde la que siempre se caía algo de comer…
Todo tiene su lado bueno y su lado malo, como meter la lengua en una panal de abejas. Y si bien los perros no nos acostumbramos muy rápido a los cambios, resulta agradable el haber disfrutado de una temporada donde la rutina se ha puesto tan patas arriba como un caniche buscando que le acaricien la barriga. Así que eso mismo pienso hacer yo ahora: tumbarme panza arriba y esperar a que llegue la hora de salir. Y mientras, me comeré lo que me queda del hueso de galleta que me trajeron los Reyes. No es mucho, pero, si me quedo con hambre, sé dónde esconde Orión el suyo…